121 millones de personas en el mundo sufren depresión, un trastorno mental que convierte la vida en un mar de tristeza, desánimo y desesperanza. Científicos y expertos en salud psíquica trabajan para inventar y desarrollar terapias eficaces que nos ayuden a combatir esta plaga que aumenta día a día.

El escritor ruso León Tolstoi tenía fama de ser un autor exhaustivo. Las más de mil páginas que ocupan cada una de sus novelas Guerra y Paz o Ana Karenina (en todas las ediciones) lo atestiguan. Sin embargo, en el ensayo Mi confesión habla de su crisis depresiva y consigue describir esta enfermedad con tres certeras frases: “Mi vida se había detenido de golpe. Podía respirar, comer, beber, dormir. En realidad, no podía evitar hacerlo, pero no había una vida verdadera en mí”.

Tolstoi escribió este texto en 1887, y hay referencias a la depresión en multitud de épocas y lugares, sin embargo, hay quien la considera la enfermedad del futuro. Sólo en atención primaria, se calcula que entre el 5 % y el 10 % de los pacientes que acuden a un médico padecen esta dolencia. Y si hacemos un estudio más detallado, veremos que en nuestro país un 14 % de los individuos ha convivido con este mal en algún momento de sus vidas. Esas serían las cifras si únicamente nos concentramos en los problemas producidos por la enfermedad en sí. Pero en salud mental, la depresión es un factor omnipresente que interactúa con muchos otros males.

Un ejemplo: en un estudio, realizado por la OMS con más de 24 000 personas de 60 países, se desprende que entre el 9 % y el 23 % de los afectados por una enfermedad crónica padece, además, un trastorno depresivo. El trabajo, publicado en la revista médica británica The Lancet, señala también que esta combinación es más perjudicial para la vida psíquica que, por ejemplo, el hecho de padecer dos o tres enfermedades crónicas de forma simultánea.

Sentir melancolía puede ser un mecanismo adaptativo

¿Pero cómo definir la depresión? La precisión es esencial para que el diagnóstico no resulte alarmista. Por un lado hay que señalar que el ser humano convive con la melancolía y la aflicción, que en ocasiones son sentimientos inevitables y necesarios. De hecho, como decía Charles Darwin, “la tristeza (…) es una buena forma de adaptación que ayuda a que una criatura se cuide a sí misma contra cualquier peligro grande o repentino”.

Por eso es importante aclarar, en primer lugar, que sentirse triste o melancólico no es una enfermedad mental ni equivale a sufrir de depresión. Sólo cuando estos sentimientos se prolongan o se agravan pueden empezar a ser valorados como patológicos, e incluso entonces estos estados afectivos tendrán que ir acompañados de otros síntomas para que sean calificados como tale

El Comité para la Prevención y Tratamiento de las Depresiones (PTD) define la depresión como un síndrome que agrupa síntomas somáticos y síntomas psíquicos en torno a un núcleo central.

El centro de esta enfermedad sería la tristeza patológica, la pérdida de impulsos y la sensación de vacío. Según el CIE-10 y el DSM-IV –los manuales de diagnóstico más corrientes–, la depresión es un trastorno mental afectivo caracterizado por la presencia de síntomas como la tristeza, la pérdida de interés y la incapacidad para experimentar sentimientos de placer. Durante un episodio depresivo típico disminuyen la capacidad para disfrutar, la energía vital, el interés y la concentración. Cualquier esfuerzo, por nimio que sea, nos hace sentir cansados. También se sufren trastornos del sueño –dormir mucho más de lo habitual o padecer insomnio– y de la alimentación –comer compulsivamente o perder el apetito–. Además, la enfermedad afecta a la autoestima, se pierde confianza en uno mismo y aparecen sentimientos de culpabilidad.

En cuanto a su intensidad, los episodios depresivos pueden ser, según la OMS, leves, moderados o graves. Se considera leve cuando el paciente puede llevar a cabo la mayoría de sus actividades diarias; es moderado si tiene grandes dificultades para continuar con su vida cotidiana; en un caso grave, la mayoría de los síntomas están presentes de forma intensa y la idea de suicidio o autodestrucción se hace frecuente.

Varias causas y un círculo vicioso que no parece tener fin

Las investigaciones actuales hablan de una interacción entre varios factores como causa de la enfermedad. No existe ninguna variable que explique completamente una depresión. De hecho, se tiende a hablar de relaciones causales que actúan como un círculo vicioso. Un ejemplo de estas cadenas que se alimentan a sí mismas puede partir de la vida poco estimulante que a veces llevan las personas que sufren este síndrome. Si alguien carece de estímulos y su patrón de personalidad hace que tienda a echarse la culpa de lo que le ocurre, caerá en un estado de ánimo melancólico.

La tristeza y el pesimismo le llevaran a pensar de forma negativa acerca de los que le rodean y a actuar dando por hecho que los va a perder. El fatalismo hacia los demás funcionará como profecía autocumplida y llevará a la persona a una vida más carente aún de estímulos. Esta cadena relacionaría factores de conducta (vida poco estimulante), de personalidad (tendencia excesiva a la responsabilización), emocionales (tristeza), cognitivos (pesimismo) y de habilidades sociales (poco empeño a la hora de conservar relaciones) en un círculo que se iría agrandando a medida que se repite.

Según sus partidarios, esta teoría de los círculos viciosos explicaría el aumento de la incidencia de la depresión, ya que para las generaciones pasadas era más fácil quebrar el círculo. Por ejemplo, en las sociedades colectivistas era raro permanecer aislado y sin estímulos; la familia o los amigos rompían la cadena depresiva por ese punto y la enfermedad no se llegaba a agravar. Hoy vivimos en una sociedad individualista que tiende a perpetuar esas cadenas que se retroalimentan.

Factores genéticos

Los factores implicados en el ciclo depresivo pueden ser genéticos, bioquímicos, neuroendocrinológicos, neurofisiológicos, psicosociales, de personalidad y ambientales. Respecto a los genéticos, algunas investigaciones señalan que el riesgo de la enfermedad aumenta en individuos con un progenitor o un hermano depresivo, y los estudios con gemelos monocigóticos apuntan que, si uno de ellos está diagnosticado de depresión mayor, la probabilidad de que el otro la sufra es del 50 %.

El desequilibrio de sustancias neurotransmisoras también influye

Por otro lado, se ha demostrado que la bioquímica del cerebro juega un papel significativo en los trastornos depresivos y que las personas con depresión grave tienen un desequilibrio de las sustancias conocidas como neurotransmisores. Por ejemplo, la noradrenalina, que aumenta la excitación y mejora el estado de ánimo, es sobreabundante durante la fase maníaca del trastorno bipolar y escasea cuando llega la etapa depresiva. Eso también ocurre con la serotonina y por eso los fármacos antidepresivos tienden a aumentar el suministro de noradrenalina y serotonina, y a bloquear su recaptación o descomposición química.

La mitad de los afectados  tiene el cortisol por las nubes

Las alteraciones neuroendocrinológicos más relevantes han sido detectadas en relación con las llamadas depresiones endógenas, que son aquellas debidas a algo que viene de nuestro interior, sin causa externa aparente. Se ha observado que los pacientes que la sufren no experimentan la elevación habitual del nivel de hormonas tiroideas y su glándula pineal segrega menos melatonina. Estos dos factores explicarían en parte los problemas de insomnio causados por este trastorno.

Otra sustancia que aparece frecuentemente en los estudios es el cortisol, generado por la glándula pituitaria: el 50 % de pacientes con depresión grave presentan un alto nivel. La investigación en el área neurofisiológica se ha centrado en los hallazgos observados mediante el electrocradiograma (EEG) tradicional o el EEG computerizado, los estudios de las fases del sueño y los de potenciales evocados.

Tampoco hay que olvidar los factores psicosociales. Algunas personas caen en la depresión sin motivos aparentes, pero otras veces surge a raíz de alguna circunstancia difícil, como la muerte de un familiar próximo o de un amigo, una enfermedad crónica, problemas interpersonales, dificultades financieras, un divorcio…, hechos que pueden ocasionar síntomas que sostenidos a lo largo del tiempo acaban desencadenando una depresión clínica.

Respecto al factor de personalidad, hay que decir que las personas con esquemas mentales negativos, baja autoestima, sensación de falta de control sobre las circunstancias de la vida y tendencia a la preocupación excesiva son más propensas a padecer depresión. Un ejemplo muy estudiado son los patrones cognitivos: las personas deprimidas tienden a explicar los hechos malos como algo estable –“va a durar toda la vida”–, global –“va a afectar a todo lo que hago”– e interno –“ha sido culpa mía”–.

Expertos como Lyn Abramson, de la Universidad de Wisconsin-Madison, mantienen la teoría de que el resultado de estas atribuciones pesimistas, hipergeneralizadas y culpables es un sentimiento de desesperanza depresivo. Si creemos que nuestra tristeza no se puede cambiar, afecta a toda nuestra vida y es responsabilidad nuestra, iniciaremos uno de esos círculos viciosos que llevan a la enfermedad.

Es como un perro negro,  pero se puede acabar con él

Por último, no hay que olvidar las causas ambientales: una vida poco estimulante en cuanto a relaciones, amistades, trabajo, familia… es un factor que puede llevar a la depresión. El reto de los tratamientos actuales es romper la cadena por alguno de sus eslabones. Muchos investigadores lo creen, aunque debido a la compartimentación de la ciencia, cada científico intente romper el círculo en el punto en que es experto. Por eso hay métodos para salir de la depresión desde la bioquímica, desde lo psicosocial, desde la genética… Lo importante es detectar los puntos de ruptura y trabajarlos poco a poco porque de la depresión se puede salir.

Para Winston Churchill, la enfermedad era un “perro negro” que de vez en cuando le perseguía. Abraham Lincoln era tan retraído y pensativo de joven que sus amigos temían que se quitara la vida. Y Bertrand Russell afirmaba en su autobiografía que no se suicidó porque quería aprender más matemáticas. Todos ellos lucharon contra la depresión y rompieron el círculo.

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